Dama
Guirauda
“Fue duelo y pecado, pues habéis
de saber que jamás nadie en
el mundo
se separó de ella sin que le
hubiese
dado de comer”
La canción de la cruzada albigense
Guirauda de
Lavaur no pudo contener un estremecimiento. Lo que podría haber sido el suceso
feliz de estar en posibilidad de darle un heredero a su señor y su feudo se
empañaba por un miedo que le estrangulaba la respiración. Termes había caído.
Apenas un par de años atrás el mundo era hermoso –a ella en realidad le apenaba
el no haber sido capaz de despreciar el mundo, pero fue por un momento que no
le importó que los Bons Hommes y las Bonnes Femmes dijeran que era producto del
demonio–, el sol brillaba, los trovadores cantaban, las noches y los días olían
a vida y sus hijos debían venir a este mundo no para reproducir una creación
demoníaca, sino para vivir y dar gloria a Lavaur, a los Peyre y los de Laurac.
Y entonces llegaron ellos, los cruzados, con su sangriento símbolo en el pecho
y la muerte y el fuego en sus manos. Su señor Guilhem había dicho en una
ocasión: “no quiero ser salvado por un símbolo semejante”. Era verdad. ¿Cómo
podían esos hombres creer que un instrumento de tortura y muerte podría
protegerlos o podría simbolizar alguna causa justa? ¿Cómo eran capaces de decir
que limpiaban al mundo de una herejía cuando lo único que hacían era desposeer
a los legítimos dueños de los feudos y asesinar a su gente?
Humillaron
al conde Raymond de Toulouse y algunos se preocuparon y empezaron a mirar con
otros ojos lo que sucedía. Mataron a todos en Béziers y el país entero contuvo
la respiración. Entonces confiaron en sus castillos, fortalezas cimeras e
inaccesibles. Pero Carcassona había caído en apenas quince días. El hermoso
vizconde Raimon-Roger –valiente, caballeroso, amado por todos, cantado por los
trovadores– había sido felonamente aprendido cuando parlamentaba durante el
sitio y después envenenado en un calabozo de su propio castillo para que el
usurpador pudiera llamarse a sí mismo “Vizconde de Carcassona y Béziers”. El
asesino había llorado hipócritamente ante su cuerpo que se expuso durante
varios días para que todos, todos, sufrieran por su pérdida, para que la
esperanza de su liberación y regreso muriera en los corazones ante la visión de
la podredumbre de su cadáver. Pero no todo había salido como quería De
Montfort, el cadáver de Raimon-Roger Trencavel no se corrompió con la rapidez
que era lógica en un calor como el de ese terrible otoño, el señor parecía dormido,
siguió así, hermoso y presente en su señorío, recordándole al traidor norteño y
al abad de Citeaux quien era el señor natural de Carcassona.
Pensar
en Simón de Montfort era toda una prueba para Guirauda. Su madre le había
instruido en no dejarse engañar por el diablo y no ceder a la tentación de los
sentimientos y todas las Bonnes Femmes le repetían que no debía odiar, que era
una artimaña del demonio para atarnos a este mundo. Pero ella se permitía un
momento de odio por Montfort. El año anterior había visto a su hermano rechinar
los dientes y afirmar que nunca se sometería a un usurpador venido del norte.
“Aymeric –se dijo– nunca hincará la rodilla delante del asesino de su señor”.
Las
consecuencias fueron terribles. El año anterior Montfort había hecho de su
hermano un faidit, un
desposeído. Él había
perdido Laurac. La hermosa ciudad en la que brillaba el sol, la fortaleza desde
la cual su familia había señoreado desde hacía tanto tiempo, donde habían
recibido a los grandes señores del Mediodía, había caído. Aymeric de Montreal,
señor de Laurac, su amado hermano, había emprendido un camino de amarga
resistencia tratando de arrancar de las manos de los conquistadores lo que
legítimamente era suyo y, ahora, había llegado a Lavaur. Al frente de sus
caballeros, alto, delgado, hermoso, con sus oscuros cabellos ondeando tras de
sí, entró apresurado al castillo y mandó cerrar todos los accesos. Contó
primero en alta voz que venía a socorrer a su hermana que en su viudez debía
defender el castillo y más tarde, en susurros reservados para su consejo de
guerra –entre los de Aymeric y los del castillo eran más de 80 caballeros y esa
fuerza había sido un pequeño consuelo para su alma–, como desde las
negociaciones y rendición de los principales faidits que
se habían refugiado en Las-tours y después la del propio Pierre-Roger de
Cabaret, la situación se había hecho desesperada; como todo el país estaba a un
paso de seguir la suerte de la Montaña Negra y Corbieres, como ni Minerva ni Termes habían sido capaces
de resistirse a Simón de Montfort. El perro del Norte había sitiado y
finalmente ganado castillos que todos pensaban imbatibles y, como ahora era
capaz de dirigirse hacia Toulusse, Aymeric había decidido encaminarse a Lavaur.
Era ella, Guirauda, el más querido
de los seres que aún vivían en un mundo que desaparecía a una velocidad que ni
él ni nadie en el Languedoc pudo prever ni en sus peores pesadillas. Ante las
palabras de su hermoso hermano, al que apenas conocía y sólo había visto en
contadas ocasiones antes de ahora, los ojos de la dama se llenaron de lágrimas,
pero no las dejó caer.
Guirauda
hizo preparar la mejor cena que pudo. Aunque su madre era una Bonna Dama, la
dieta de un perfecto no era lo que podía mantener en pie a un guerrero como
Aymeric. Se dirigió a la cocina, la comida que había ordenado estaba a punto.
Regresó al salón e invitó a sus huéspedes a comer. Pidió el agua que, en
seguida, le trajeron. Cuando se hubieron lavado, se sentaron. Los sirvientes
pusieron los bancos y la tablas de la mesa, los manteles blancos y bellos, y
saleros y cuchillos, luego el pan, y más tarde el vino en copas de plata. Pan y
vino, carne y pescado, algunas aves asadas, jamón y tocino. Guirauda estaba
decidida a no demostrar el miedo que la hacía temer que esa fuera la última vez
que podía servir una mesa así. Aunque su mesa no fuera la del Grial, como se lo
habían enseñado, terminó la comida y se dispuso la fruta de la noche. Uvas,
dátiles, higos, nueces, granadas, y, finalmente, uno de los electuarios de la
colección que una vez había tenido el castillo: gingebrada, para recuperar el
ánimo, acompañado de viejo vino de moras y claro jarope. La conversación no
decaía y Guirauda paseó su mirada entre todos sus huéspedes. Después bajó a
revisar que nadie se hubiera quedado sin recibir un trozo de carne, una porción
de alubias, al menos un poco de pan y vino. No podía evitarlo, siempre le había
angustiado enormemente que la gente sufriera.
Esa
noche el tiempo pasó lentamente, pero los relatos que contaban Aymeric y sus
caballeros eran tan atroces que ella esperaba que se disiparan cuando la luz
saliera. La forma en que había caído
Termes la impresionó casi más que el relato de la hoguera de Minerve –tal vez
porque en esta ocasión en verdad parecía increíble que la bienvenida agua que
había llenado las cisternas de Termes hubiera sido la causa de la muerte de
tantos. Aymeric repitió en varias ocasiones que era muy importante prepararse
para resistir, que si había caído Termes –defendida por Raymond de Termes, cristiano
devoto, como su propia familia–, situado en una cima tan alta, sobre un pico
inaccesible y rodeado de barrancos y gargantas terribles, nadie estaba a salvo.
El señor Raymond ahora estaba preso en Carcassona y nadie dudaba ya que
correría la misma suerte que Raimon-Roger Trencavel. Oliverio era ahora un faidit.
Ya
muy tarde se dirigió a su cama y se recostó. El niño que esperaba aún no le
impedía moverse con alguna agilidad, pero ya le imponía un ritmo menos
apremiante que el que se necesitaba si, como habían dicho, iba a ser Lavaur la
próxima parada de Simón de Montfort. Aún podía oír al retirar el cobertor el
susurro de Aymeric diciendo “Montsegur” y su propia voz respondiendo “No”.
En
lo más profundo de la noche Guirauda oyó los golpes y los lamentos. Se levantó
extrañada de no encontrar a nadie a su lado; sin embargo se dirigió hacia el
salón y hacía la puerta. Nada podía pasarle pues su hermano ya había dispuesto
las guardias y llegar a ella, señora y encinta, era casi imposible. Afuera de
su habitación todo era dolor y desesperación. Hombres y mujeres estaban de
rodillas llorando, algunos caballeros apretaban los puños y otros las dagas,
las mujeres levantaban los ojos al cielo o se cubrían con los mantos para no
ver el drama que se desarrollaba a la entrada. Guirauda avanzó cada vez más
curiosa, cuando al fin le abrieron paso, lamentó haberlo hecho: casi un
centenar de hombres formaban una cuerda espantosa. Guirauda no encontraba
palabras con que describirse el espectáculo que tenía enfrente: hombres, o lo
que habían sido hombres, que presentaban una sangrienta masa donde antes había
habido un rostro humano. Sin narices, sin labios, los ojos vaciados y
purulentas llagas por toda la superficie de su atormentada faz. No se atrevió a
apartar sus ojos de los pobres desdichados.
Venciendo
el horror y repugnancia que le producían, Guirauda se dirigió hasta donde
estaban y trató de consolarlos con las más tiernas palabras que encontró. Nada
había que pudiera hacer ella por acabar su dolor físico, pero creía que podía
ayudarlos en su desesperación. Hizo venir a varios Buenos Hombres y Buenas
Damas y les pidió que los ayudaran, que los prepararan a morir en paz, hizo
venir a un sacerdote y le pidió lo mismo. Con sus propias manos acercó un tarro
de agua a la boca sin labio superior de uno
de ellos que, tras tragar con un ruido atroz y profundo, le habló con
una voz que nunca olvidaría, llena de tintes silbantes y escupiendo una saliva
tan negra como el demonio que había permitido que sucediera algo tan espantoso.
Guirauda no podía recordar las palabras
exactas que le había dicho, pero sabía que le había pedido que se fuera de
Lavaur, le había dicho que quedarse en el castillo era esperar ya no a la
muerte, sino la deshonra y la tortura.
Cuando
Guirauda trató de explicarle que nunca huiría, que ella era la señora y era
responsable por su castillo y su gente, el hombre sólo pudo escupir: “debéis
iros, vos, Aymeric, todos los caballeros, hacedlo por el futuro” y su saliva
roja y negra manchó la ropa de la dama y dejó en su vientre una huella que
aunque trató de borrar se resistió a desaparecer. “Todos los caballeros”, ¿cómo
se podían marchar los caballeros? Guirauda hubiera querido decirle que no se
preocupara, que era enternecedor que su pueblo los amara, pero que en realidad
ellos eran los que corrían menos peligro, después de todo, la guerra era cosa
de caballeros. Todos esos pequeños supuestos que tenía desde niña y que hacían
que el mundo fuera un lugar conocido latieron en su lengua, pero no pudo decir
ni una palabra, fue como si una fuerza oculta le impidiera mentir. Después no
recordó más, empezó a llover torrencialmente y a pesar de que el agua inundaba
el suelo y mojaba su cara, su pelo y su ropa, no podía limpiar la sangre y ésta
sólo se arrastraba, repartiéndose por cada hueco de la torre. Guirauda puso su
mano en su vientre y vio como la mancha de sangre en lugar de aclararse se
hacía cada vez más negra.
Los
hombres de Bram. Cuando esa mañana Guirauda le contó a Aymeric su sueño, él le
confirmó que en verdad había sucedido –ella lo sabía, claro que sí, porque a su
castillo llegaban creyentes y perfectos de todas partes para tener un respiro
de paz y muchos de ellos le había contado la historia–. Justamente un año
antes, Simón de Montfort, en castigo a la oposición de los faidaits y los señores de Cabaret, al ataque a algunos castillos
tomados por los cruzados y a la resistencia
del pueblo de Bram, había ordenado la feroz mutilación que ella había
visto en su sueño. Cien hombres –sin narices, sin el labio superior y con las
cuencas vacías– fueron puestos en una cuerda de ciegos y al frente dejaron a un
desdichado a quien se habían conformado con sacarle un ojo para que pudiera
guiar a sus compañeros. Los mandaron a Cabaret y ahí –después de sembrar la
indignación y el horror tanto entre señores como entre villanos– habían ido
muriendo. “Piadosamente –dijo Aymeric– casi todos han muerto ya”.
Ese
día, cubierta por su manto y al sol de la mañana, Guirauda sintió un gran frío
y por primera vez tuvo miedo y deseó no estar embarazada. Si la muerte la
sorprendía con un hijo en su vientre no podría recibir el consolamentum y entonces ¿qué sería de su alma? No le quiso decir a
nadie, ni a Aymeric, que se hubiera reído, ni a ninguna de las doncellas que la
asistían que el terror mayor que había pasado ese día no se debía a las
noticias sobre llegaban sobre el avance de la cruzada, sino a la apenas
perceptible mancha de sangre y mugre que tenía su camisa y que ella no
recordaba haber visto el día anterior.
El
sitio
Las primeras luces del
amanecer habían traído nuevas poco esperanzadoras. Algunos hombres y mujeres,
casi todos ellos villanos y artesanos, salieron de Lavaur en cuanto las puertas
se abrieron. En contraste, tres parejas de Buenas Mujeres fueron depositadas
casi al mismo tiempo en la casa de asistencia del castillo. Adentro de la torre
algunos caballeros se preparaban para seguir la rutina del cambió de turno.
Otros preferían esperar a que Aymeric dispusiera algunas mejoras de las que se
había hablado la noche anterior.
Era el 15 de marzo. Aymeric, casi
sin prisas, se puso la cota de malla y la sobreveste de tela. La visión del
rojo y el oro por un momento lo hicieron sonreír. Los vigías ya habían visto la
vanguardia del ejército cruzado y aunque ya en una ocasión él había subestimado
esa fuerza en esta ocasión no sucedería lo mismo.
En
los últimos días Guirauda oía la voz de su madre a cada momento y sólo esperaba
que su hijo pudiera nacer antes de la caída del castillo. La obsesionaba la
imposibilidad de convertirse en perfecta como su madre.
El
fin
Sucio, herido, atado,
hermoso, blanco, poderoso. La idea que los trovadores tenían de un caballero
meridional, así era al que obligaron a arrodillarse para que con su estatura no
humillara a Simón de Montfort, así compareció Aymeric de Montréal ante el
vencedor de Lavaur. No había nada, ni una fibra de su ser que no quisiera
lanzarse sobre él y destruirlo. Pero Montfort
no era tonto y se había asegurado que Aymeric estuviera bien atado y
sujeto.
Era
el tres de mayo. Era la primavera más atroz del Mediodía. Nadie podía creer lo
que estaba viendo. Nunca antes un caballero había sido tratado como un criminal
común. Pero era cierto. El patíbulo levantado en la plaza del castillo se iba a
usar para colgar a los caballeros del castillo.
Hermoso
y alto, blanco y orgulloso, Aymeric de Montreal, señor de Laurac, subió a la
odiosa armazón que crujió bajo su peso. Lo obligaron a bajar la cabeza para que
pudiera pasar el lazo de cuerda y, en ese momento, quienes estaban cerca
pudieron ver una luz feroz brillar en los ojos del caballero. Entonces abrieron la trampilla y Aymeric cayó. Todos los
presentes, incluso aquellos que no eran sino aventureros y mercenarios,
sintieron un retazo de horror por la transformación que había tenido la figura
digna y hermosa del caballero antes de empezar a balancearse grotescamente de
la horca. La piel –blanca a pesar del sol del Mediodía– empezó a congestionarse
y después a ponerse azulosa, las manos –tan bellas y blancas como las de una
dama– se estremecían, se abrían, se cerraban revelando un paroxismo que nadie
sabría contener, los suaves cabellos de cálido tono marrón se agitaban ahora
sin ninguna gracia. Y entonces algo pasó. La horca entera se vino abajo.
Aymeric de Montreal yacía en el suelo gesticulando, tosiendo y agitándose como
un perro que trata de no ahogarse. “La horca de Montfort es para villanos, no
es suficiente para soportar a un caballero”.
No
lo era. Pero de cualquier manera se rearmó y el propio Montfort ordenó que un
verdugo se encargara de Aymeric y los caballeros de Lavaur y tras un largo
lapso en el que sólo se oyeron los huesos crujir y los jadeos de quienes se
ahogaban los ochenta caballeros estaban colgados. Nunca nadie había visto algo
semejante.
Cuatrocientos
buenos cristianos esperaban la muerte en la hoguera.
Guirauda
ya no se enteró de la muerte de Aymeric. La última cosa que su mente registró
fue el momento en que agradeció ser arrojada a un pozo. Durante mucho tiempo,
no supo nunca cuanto –minutos, horas, días–, lo único que había sentido era
dolor, humillación y rabia. Había estado presente cuando Montfort entró a la
torre y ordenó aprenderlos a todos. Guirauda levantó la cabeza, una hija de la
casa de Laurac-Montreal no bajaba la cabeza ante nadie, y esperó. De Montfort
no se había dirigido a ella, pero la Dama vio la seña destinada a uno de sus
hombres que se acercó a él. La levantaron sin ningún tipo de cortesía y la
sacaron al patio. El hombre habló con otros y entonces el horror descendió
sobre ella. La primera vez ella trató de resistir y los golpes la dejaron casi
inconsciente, la segunda y la tercera resistió y resistió hasta que las manos
que la estaban destrozando la tendieron de forma que no podía moverse. Después
recordaba haber suplicado por su hijo que aún habitaba en su vientre
mancillado. Entonces escucho: “¿acaso no es hijo de tu hermano?”, “¿porque él
es mejor que nosotros?, para las putas incestuosas como tú no hay hijos, abre
las piernas perra, si él podía entrar ¿porqué no entrar todos?” Las injurias
consiguieron durante un breve minuto alejarla de todo. De las violaciones que
se sucedían una tras otra y en las que ella no veía nada sino las bocas negras,
desdentadas y apestosas que en ocasiones se acercaban demasiado a su rostro,
los ojos enrojecidos que miraban sus pechos y su vientre, unas manos sucias que
la apretaban y separaban sus piernas y se clavaban en sus pechos y, en un par
de ocasiones, los asquerosos miembros que se acercaban amoratados para herirla
de nuevo. Su vientre se convirtió en una tortura que nada mitigaba y el peso de
los hombres, uno tras otro, se volvió una pesadilla nebulosa. Pensó en su señor
Guilhem y como su hijo había sido concebido y pensó en Aymeric y como había
luchado cada minuto de ese último y espantoso mes y pensó en su sangre, que
orgullosa había señoreado sobre la planicie de Casteldaunary. Era demasiado. Su
mente quería huir, dejar este mundo que ahora sabía era creación del demonio,
olvidar la carne lastimada que era la prisión de su luz, de su alma; pero algo
más viejo que sus creencias también quiso rebelarse para ayudarla a decir en
voz alta que ella era Guirauda, la Dama de Lavaur. Qué Guilhem era el padre de
su hijo y que su hijo –ese hijo que no había sido obstáculo para que la
estuvieran mancillado y como a ella a él– era un caballero y que hubiera podido
ser señor de todos aquellos que la estaban destrozado. Abrió la boca para
gritar de nuevo que ella era la Dama de Lavaur, pero una boca asquerosa se posó
sobre la suya y sintió los dientes y la lengua sucios que acallaban su grito.
Entonces dejó de saber que sucedía a su alrededor.
Despertó.
Su cuerpo hecho jirones había sido arrojado a un pozo. Guirauda levantó la
vista esperando ver el cielo, pero lo único que alcanzó a ver fue la primera de
las piedras que cayeron sobre su cabeza y su ya destrozado y sangrante cuerpo.
Guirauda también alcanzó a desear que, ya que su alma no podría llegar en esta
ocasión a la gloria de Dios, ojalá pudiera regresar rápido y en el cuerpo de un
hombre y ojalá que cuando volviera Simón de Montfort aún estuviera en este
mundo. El cuerpo es una cosa misteriosa, agotados todos los miedos viejos es
capaz de producir nuevos. Guirauda gritó al sentir el golpe de la primera roca
y oyó una voz que decía: “sigan, sigan, hasta que se calle”. No pudo evitar
gritar de nuevo.