miércoles, 30 de enero de 2019

LOS VISITANTES DE LA NOCHE (cuento)


Dama Guirauda
Fue duelo y pecado, pues habéis
de saber que jamás nadie en el mundo
se separó de ella sin que le hubiese
dado de comer”
La canción de la cruzada albigense


Guirauda de Lavaur no pudo contener un estremecimiento. Lo que podría haber sido el suceso feliz de estar en posibilidad de darle un heredero a su señor y su feudo se empañaba por un miedo que le estrangulaba la respiración. Termes había caído. Apenas un par de años atrás el mundo era hermoso –a ella en realidad le apenaba el no haber sido capaz de despreciar el mundo, pero fue por un momento que no le importó que los Bons Hommes y las Bonnes Femmes dijeran que era producto del demonio–, el sol brillaba, los trovadores cantaban, las noches y los días olían a vida y sus hijos debían venir a este mundo no para reproducir una creación demoníaca, sino para vivir y dar gloria a Lavaur, a los Peyre y los de Laurac. Y entonces llegaron ellos, los cruzados, con su sangriento símbolo en el pecho y la muerte y el fuego en sus manos. Su señor Guilhem había dicho en una ocasión: “no quiero ser salvado por un símbolo semejante”. Era verdad. ¿Cómo podían esos hombres creer que un instrumento de tortura y muerte podría protegerlos o podría simbolizar alguna causa justa? ¿Cómo eran capaces de decir que limpiaban al mundo de una herejía cuando lo único que hacían era desposeer a los legítimos dueños de los feudos y asesinar a su gente?
Humillaron al conde Raymond de Toulouse y algunos se preocuparon y empezaron a mirar con otros ojos lo que sucedía. Mataron a todos en Béziers y el país entero contuvo la respiración. Entonces confiaron en sus castillos, fortalezas cimeras e inaccesibles. Pero Carcassona había caído en apenas quince días. El hermoso vizconde Raimon-Roger –valiente, caballeroso, amado por todos, cantado por los trovadores– había sido felonamente aprendido cuando parlamentaba durante el sitio y después envenenado en un calabozo de su propio castillo para que el usurpador pudiera llamarse a sí mismo “Vizconde de Carcassona y Béziers”. El asesino había llorado hipócritamente ante su cuerpo que se expuso durante varios días para que todos, todos, sufrieran por su pérdida, para que la esperanza de su liberación y regreso muriera en los corazones ante la visión de la podredumbre de su cadáver. Pero no todo había salido como quería De Montfort, el cadáver de Raimon-Roger Trencavel no se corrompió con la rapidez que era lógica en un calor como el de ese terrible otoño, el señor parecía dormido, siguió así, hermoso y presente en su señorío, recordándole al traidor norteño y al abad de Citeaux quien era el señor natural de Carcassona.
Pensar en Simón de Montfort era toda una prueba para Guirauda. Su madre le había instruido en no dejarse engañar por el diablo y no ceder a la tentación de los sentimientos y todas las Bonnes Femmes le repetían que no debía odiar, que era una artimaña del demonio para atarnos a este mundo. Pero ella se permitía un momento de odio por Montfort. El año anterior había visto a su hermano rechinar los dientes y afirmar que nunca se sometería a un usurpador venido del norte. “Aymeric –se dijo– nunca hincará la rodilla delante del asesino de su señor”.
Las consecuencias fueron terribles. El año anterior Montfort había hecho de su hermano un faidit, un desposeído. Él había perdido Laurac. La hermosa ciudad en la que brillaba el sol, la fortaleza desde la cual su familia había señoreado desde hacía tanto tiempo, donde habían recibido a los grandes señores del Mediodía, había caído. Aymeric de Montreal, señor de Laurac, su amado hermano, había emprendido un camino de amarga resistencia tratando de arrancar de las manos de los conquistadores lo que legítimamente era suyo y, ahora, había llegado a Lavaur. Al frente de sus caballeros, alto, delgado, hermoso, con sus oscuros cabellos ondeando tras de sí, entró apresurado al castillo y mandó cerrar todos los accesos. Contó primero en alta voz que venía a socorrer a su hermana que en su viudez debía defender el castillo y más tarde, en susurros reservados para su consejo de guerra –entre los de Aymeric y los del castillo eran más de 80 caballeros y esa fuerza había sido un pequeño consuelo para su alma–, como desde las negociaciones y rendición de los principales faidits  que se habían refugiado en Las-tours y después la del propio Pierre-Roger de Cabaret, la situación se había hecho desesperada; como todo el país estaba a un paso de seguir la suerte de la Montaña Negra y Corbieres, como ni Minerva ni Termes habían sido capaces de resistirse a Simón de Montfort. El perro del Norte había sitiado y finalmente ganado castillos que todos pensaban imbatibles y, como ahora era capaz de dirigirse hacia Toulusse, Aymeric había decidido encaminarse a Lavaur. Era ella, Guirauda, el más querido de los seres que aún vivían en un mundo que desaparecía a una velocidad que ni él ni nadie en el Languedoc pudo prever ni en sus peores pesadillas. Ante las palabras de su hermoso hermano, al que apenas conocía y sólo había visto en contadas ocasiones antes de ahora, los ojos de la dama se llenaron de lágrimas, pero no las dejó caer.
Guirauda hizo preparar la mejor cena que pudo. Aunque su madre era una Bonna Dama, la dieta de un perfecto no era lo que podía mantener en pie a un guerrero como Aymeric. Se dirigió a la cocina, la comida que había ordenado estaba a punto. Regresó al salón e invitó a sus huéspedes a comer. Pidió el agua que, en seguida, le trajeron. Cuando se hubieron lavado, se sentaron. Los sirvientes pusieron los bancos y la tablas de la mesa, los manteles blancos y bellos, y saleros y cuchillos, luego el pan, y más tarde el vino en copas de plata. Pan y vino, carne y pescado, algunas aves asadas, jamón y tocino. Guirauda estaba decidida a no demostrar el miedo que la hacía temer que esa fuera la última vez que podía servir una mesa así. Aunque su mesa no fuera la del Grial, como se lo habían enseñado, terminó la comida y se dispuso la fruta de la noche. Uvas, dátiles, higos, nueces, granadas, y, finalmente, uno de los electuarios de la colección que una vez había tenido el castillo: gingebrada, para recuperar el ánimo, acompañado de viejo vino de moras y claro jarope. La conversación no decaía y Guirauda paseó su mirada entre todos sus huéspedes. Después bajó a revisar que nadie se hubiera quedado sin recibir un trozo de carne, una porción de alubias, al menos un poco de pan y vino. No podía evitarlo, siempre le había angustiado enormemente que la gente sufriera.
Esa noche el tiempo pasó lentamente, pero los relatos que contaban Aymeric y sus caballeros eran tan atroces que ella esperaba que se disiparan cuando la luz saliera.  La forma en que había caído Termes la impresionó casi más que el relato de la hoguera de Minerve –tal vez porque en esta ocasión en verdad parecía increíble que la bienvenida agua que había llenado las cisternas de Termes hubiera sido la causa de la muerte de tantos. Aymeric repitió en varias ocasiones que era muy importante prepararse para resistir, que si había caído Termes –defendida por Raymond de Termes, cristiano devoto, como su propia familia–, situado en una cima tan alta, sobre un pico inaccesible y rodeado de barrancos y gargantas terribles, nadie estaba a salvo. El señor Raymond ahora estaba preso en Carcassona y nadie dudaba ya que correría la misma suerte que Raimon-Roger Trencavel. Oliverio era ahora un faidit.
Ya muy tarde se dirigió a su cama y se recostó. El niño que esperaba aún no le impedía moverse con alguna agilidad, pero ya le imponía un ritmo menos apremiante que el que se necesitaba si, como habían dicho, iba a ser Lavaur la próxima parada de Simón de Montfort. Aún podía oír al retirar el cobertor el susurro de Aymeric diciendo “Montsegur” y su propia voz respondiendo “No”.
En lo más profundo de la noche Guirauda oyó los golpes y los lamentos. Se levantó extrañada de no encontrar a nadie a su lado; sin embargo se dirigió hacia el salón y hacía la puerta. Nada podía pasarle pues su hermano ya había dispuesto las guardias y llegar a ella, señora y encinta, era casi imposible. Afuera de su habitación todo era dolor y desesperación. Hombres y mujeres estaban de rodillas llorando, algunos caballeros apretaban los puños y otros las dagas, las mujeres levantaban los ojos al cielo o se cubrían con los mantos para no ver el drama que se desarrollaba a la entrada. Guirauda avanzó cada vez más curiosa, cuando al fin le abrieron paso, lamentó haberlo hecho: casi un centenar de hombres formaban una cuerda espantosa. Guirauda no encontraba palabras con que describirse el espectáculo que tenía enfrente: hombres, o lo que habían sido hombres, que presentaban una sangrienta masa donde antes había habido un rostro humano. Sin narices, sin labios, los ojos vaciados y purulentas llagas por toda la superficie de su atormentada faz. No se atrevió a apartar sus ojos de los pobres desdichados.
Venciendo el horror y repugnancia que le producían, Guirauda se dirigió hasta donde estaban y trató de consolarlos con las más tiernas palabras que encontró. Nada había que pudiera hacer ella por acabar su dolor físico, pero creía que podía ayudarlos en su desesperación. Hizo venir a varios Buenos Hombres y Buenas Damas y les pidió que los ayudaran, que los prepararan a morir en paz, hizo venir a un sacerdote y le pidió lo mismo. Con sus propias manos acercó un tarro de agua a la boca sin labio superior de uno de ellos que, tras tragar con un ruido atroz y profundo, le habló con una voz que nunca olvidaría, llena de tintes silbantes y escupiendo una saliva tan negra como el demonio que había permitido que sucediera algo tan espantoso. Guirauda no podía recordar  las palabras exactas que le había dicho, pero sabía que le había pedido que se fuera de Lavaur, le había dicho que quedarse en el castillo era esperar ya no a la muerte, sino la deshonra y la tortura.
Cuando Guirauda trató de explicarle que nunca huiría, que ella era la señora y era responsable por su castillo y su gente, el hombre sólo pudo escupir: “debéis iros, vos, Aymeric, todos los caballeros, hacedlo por el futuro” y su saliva roja y negra manchó la ropa de la dama y dejó en su vientre una huella que aunque trató de borrar se resistió a desaparecer. “Todos los caballeros”, ¿cómo se podían marchar los caballeros? Guirauda hubiera querido decirle que no se preocupara, que era enternecedor que su pueblo los amara, pero que en realidad ellos eran los que corrían menos peligro, después de todo, la guerra era cosa de caballeros. Todos esos pequeños supuestos que tenía desde niña y que hacían que el mundo fuera un lugar conocido latieron en su lengua, pero no pudo decir ni una palabra, fue como si una fuerza oculta le impidiera mentir. Después no recordó más, empezó a llover torrencialmente y a pesar de que el agua inundaba el suelo y mojaba su cara, su pelo y su ropa, no podía limpiar la sangre y ésta sólo se arrastraba, repartiéndose por cada hueco de la torre. Guirauda puso su mano en su vientre y vio como la mancha de sangre en lugar de aclararse se hacía cada vez más negra.
Los hombres de Bram. Cuando esa mañana Guirauda le contó a Aymeric su sueño, él le confirmó que en verdad había sucedido –ella lo sabía, claro que sí, porque a su castillo llegaban creyentes y perfectos de todas partes para tener un respiro de paz y muchos de ellos le había contado la historia–. Justamente un año antes, Simón de Montfort, en castigo a la oposición de los faidaits y los señores de Cabaret, al ataque a algunos castillos tomados por los cruzados y a la resistencia  del pueblo de Bram, había ordenado la feroz mutilación que ella había visto en su sueño. Cien hombres –sin narices, sin el labio superior y con las cuencas vacías– fueron puestos en una cuerda de ciegos y al frente dejaron a un desdichado a quien se habían conformado con sacarle un ojo para que pudiera guiar a sus compañeros. Los mandaron a Cabaret y ahí –después de sembrar la indignación y el horror tanto entre señores como entre villanos– habían ido muriendo. “Piadosamente –dijo Aymeric– casi todos han muerto ya”.
Ese día, cubierta por su manto y al sol de la mañana, Guirauda sintió un gran frío y por primera vez tuvo miedo y deseó no estar embarazada. Si la muerte la sorprendía con un hijo en su vientre no podría recibir el consolamentum y entonces ¿qué sería de su alma? No le quiso decir a nadie, ni a Aymeric, que se hubiera reído, ni a ninguna de las doncellas que la asistían que el terror mayor que había pasado ese día no se debía a las noticias sobre llegaban sobre el avance de la cruzada, sino a la apenas perceptible mancha de sangre y mugre que tenía su camisa y que ella no recordaba haber visto el día anterior.


El sitio
Las primeras luces del amanecer habían traído nuevas poco esperanzadoras. Algunos hombres y mujeres, casi todos ellos villanos y artesanos, salieron de Lavaur en cuanto las puertas se abrieron. En contraste, tres parejas de Buenas Mujeres fueron depositadas casi al mismo tiempo en la casa de asistencia del castillo. Adentro de la torre algunos caballeros se preparaban para seguir la rutina del cambió de turno. Otros preferían esperar a que Aymeric dispusiera algunas mejoras de las que se había hablado la noche anterior.
Era el 15 de marzo. Aymeric, casi sin prisas, se puso la cota de malla y la sobreveste de tela. La visión del rojo y el oro por un momento lo hicieron sonreír. Los vigías ya habían visto la vanguardia del ejército cruzado y aunque ya en una ocasión él había subestimado esa fuerza en esta ocasión no sucedería lo mismo.
En los últimos días Guirauda oía la voz de su madre a cada momento y sólo esperaba que su hijo pudiera nacer antes de la caída del castillo. La obsesionaba la imposibilidad de convertirse en perfecta como su madre.


El fin
Sucio, herido, atado, hermoso, blanco, poderoso. La idea que los trovadores tenían de un caballero meridional, así era al que obligaron a arrodillarse para que con su estatura no humillara a Simón de Montfort, así compareció Aymeric de Montréal ante el vencedor de Lavaur. No había nada, ni una fibra de su ser que no quisiera lanzarse sobre él y destruirlo. Pero Montfort  no era tonto y se había asegurado que Aymeric estuviera bien atado y sujeto.
Era el tres de mayo. Era la primavera más atroz del Mediodía. Nadie podía creer lo que estaba viendo. Nunca antes un caballero había sido tratado como un criminal común. Pero era cierto. El patíbulo levantado en la plaza del castillo se iba a usar para colgar a los caballeros del castillo.
Hermoso y alto, blanco y orgulloso, Aymeric de Montreal, señor de Laurac, subió a la odiosa armazón que crujió bajo su peso. Lo obligaron a bajar la cabeza para que pudiera pasar el lazo de cuerda y, en ese momento, quienes estaban cerca pudieron ver una luz feroz brillar en los ojos del caballero. Entonces abrieron la trampilla y Aymeric cayó. Todos los presentes, incluso aquellos que no eran sino aventureros y mercenarios, sintieron un retazo de horror por la transformación que había tenido la figura digna y hermosa del caballero antes de empezar a balancearse grotescamente de la horca. La piel –blanca a pesar del sol del Mediodía– empezó a congestionarse y después a ponerse azulosa, las manos –tan bellas y blancas como las de una dama– se estremecían, se abrían, se cerraban revelando un paroxismo que nadie sabría contener, los suaves cabellos de cálido tono marrón se agitaban ahora sin ninguna gracia. Y entonces algo pasó. La horca entera se vino abajo. Aymeric de Montreal yacía en el suelo gesticulando, tosiendo y agitándose como un perro que trata de no ahogarse. “La horca de Montfort es para villanos, no es suficiente para soportar a un caballero”.
No lo era. Pero de cualquier manera se rearmó y el propio Montfort ordenó que un verdugo se encargara de Aymeric y los caballeros de Lavaur y tras un largo lapso en el que sólo se oyeron los huesos crujir y los jadeos de quienes se ahogaban los ochenta caballeros estaban colgados. Nunca nadie había visto algo semejante.
Cuatrocientos buenos cristianos esperaban la muerte en la hoguera.
Guirauda ya no se enteró de la muerte de Aymeric. La última cosa que su mente registró fue el momento en que agradeció ser arrojada a un pozo. Durante mucho tiempo, no supo nunca cuanto –minutos, horas, días–, lo único que había sentido era dolor, humillación y rabia. Había estado presente cuando Montfort entró a la torre y ordenó aprenderlos a todos. Guirauda levantó la cabeza, una hija de la casa de Laurac-Montreal no bajaba la cabeza ante nadie, y esperó. De Montfort no se había dirigido a ella, pero la Dama vio la seña destinada a uno de sus hombres que se acercó a él. La levantaron sin ningún tipo de cortesía y la sacaron al patio. El hombre habló con otros y entonces el horror descendió sobre ella. La primera vez ella trató de resistir y los golpes la dejaron casi inconsciente, la segunda y la tercera resistió y resistió hasta que las manos que la estaban destrozando la tendieron de forma que no podía moverse. Después recordaba haber suplicado por su hijo que aún habitaba en su vientre mancillado. Entonces escucho: “¿acaso no es hijo de tu hermano?”, “¿porque él es mejor que nosotros?, para las putas incestuosas como tú no hay hijos, abre las piernas perra, si él podía entrar ¿porqué no entrar todos?” Las injurias consiguieron durante un breve minuto alejarla de todo. De las violaciones que se sucedían una tras otra y en las que ella no veía nada sino las bocas negras, desdentadas y apestosas que en ocasiones se acercaban demasiado a su rostro, los ojos enrojecidos que miraban sus pechos y su vientre, unas manos sucias que la apretaban y separaban sus piernas y se clavaban en sus pechos y, en un par de ocasiones, los asquerosos miembros que se acercaban amoratados para herirla de nuevo. Su vientre se convirtió en una tortura que nada mitigaba y el peso de los hombres, uno tras otro, se volvió una pesadilla nebulosa. Pensó en su señor Guilhem y como su hijo había sido concebido y pensó en Aymeric y como había luchado cada minuto de ese último y espantoso mes y pensó en su sangre, que orgullosa había señoreado sobre la planicie de Casteldaunary. Era demasiado. Su mente quería huir, dejar este mundo que ahora sabía era creación del demonio, olvidar la carne lastimada que era la prisión de su luz, de su alma; pero algo más viejo que sus creencias también quiso rebelarse para ayudarla a decir en voz alta que ella era Guirauda, la Dama de Lavaur. Qué Guilhem era el padre de su hijo y que su hijo –ese hijo que no había sido obstáculo para que la estuvieran mancillado y como a ella a él– era un caballero y que hubiera podido ser señor de todos aquellos que la estaban destrozado. Abrió la boca para gritar de nuevo que ella era la Dama de Lavaur, pero una boca asquerosa se posó sobre la suya y sintió los dientes y la lengua sucios que acallaban su grito. Entonces dejó de saber que sucedía a su alrededor.
Despertó. Su cuerpo hecho jirones había sido arrojado a un pozo. Guirauda levantó la vista esperando ver el cielo, pero lo único que alcanzó a ver fue la primera de las piedras que cayeron sobre su cabeza y su ya destrozado y sangrante cuerpo. Guirauda también alcanzó a desear que, ya que su alma no podría llegar en esta ocasión a la gloria de Dios, ojalá pudiera regresar rápido y en el cuerpo de un hombre y ojalá que cuando volviera Simón de Montfort aún estuviera en este mundo. El cuerpo es una cosa misteriosa, agotados todos los miedos viejos es capaz de producir nuevos. Guirauda gritó al sentir el golpe de la primera roca y oyó una voz que decía: “sigan, sigan, hasta que se calle”. No pudo evitar gritar de nuevo.


domingo, 13 de enero de 2019

TRISTÁN Y LANZAROTE: DE AMOR Y CORTE



            Desde que Gaston Paris bautizó –hace ya más de un siglo– las relaciones de Lanzarote y Ginebra con el nombre de "amor cortés",[1] este concepto ha provocado más de un problema. El nombre, desde luego, es sugestivo: "amor cortés" nos habla, a la vez que de emociones, de refinamiento, de cortesía y de un sistema de vida capaz de producir el ocio suficiente para permitir un complejo juego interpersonal en el que cada paso de la relación amorosa es un pretexto para hacer evidente el dominio de un código especí­fico de comportamiento por parte de los involucrados. Pocos términos pueden demandar una recepción que parezca más adecuada, pues al referirnos a un affaire sostenido con los usos del amor cortés no podemos dejar de evocar que los amantes muestran que conocen las convenciones de un tipo de sociedad y así demuestran que pertenecen a una elite que es la única que puede darse el lujo de jugar ese entretenimiento cortés. ¿Pero, en realidad, de qué hablamos cuando nos referimos al "amor cortés"?

            Paris acuñó el término "amor cortés" en un estudio que hiciera sobre Le chevalier à la charrette, roman que narra las aventu­ras de Lanzarote al acudir en auxilio de la secuestrada Ginebra. El protagonista, revelado poco a poco como el mejor caballero del mundo, experi­menta por la reina un sentimiento que "est une sorte de fascina­tion et en même temps d'idolâtrie qui ne le laisse maître, en dehors de ce sentiment, d'acune partie de son être"­.[2] Las relaciones que sostienen son, como bien lo señaló Paris, ilegales adúlteras, ya que, según los usos de la época, el amor entre esposos es imposi­ble[3] e inciertas Lanzarote jamás puede tener incondicionalmente el amor de la reina, ni aspirar a que ella le pertenezca por completo. Así, resulta evidente que en Le chevalier à la charret­te el amante se encuentra en una posición de inferio­ri­dad con respecto de la amada,[4] que ella, por su parte, aunque lo ama sinceramen­te, aparece como despótica, caprichosa e injusta,[5] y que el valor del caballero y sus hechos de armas son el único camino válido para llegar a su amada. Para Paris el roman inaugura en la literatura estas maneras de amar y es posible que fueran ellas las que apoyaron el éxito de ese recién llegado caba­llero al mundo artúrico.[6]


           Ahora bien, el trabajo de Paris, su definición misma de "amor cortés", responde ajustadamente al roman de Chrétien de Troyes;[7] sin embargo, cobijar bajo una sola etiqueta y un mismo e inva­ria­ble conjun­to de recetas, no sólo a distin­tos textos que se produjeron al calor de estéticas diferentes e incluso en épocas bastante lejanas puede resultar ya un problema espinoso. Una somera comparación entre textos contemporáneos y casi coterráneos tal vez pueda ayudar a explicarme.
            Durante años, tal vez durante siglos, se ha intentado hacer un parangón entre la historia de Lanzarote y Ginebra y la de Tristán e Iseo, equiparándolas de tal manera que casi hemos visto desapa­recer la distancia entre ellas y considerar que representan una sola forma de concebir el amor.[8] Sin embargo, y aunque un análi­sis apenas atento de ambas basta para hacer aparecer no sólo las diferencias específicas sino las abiertas oposiciones que entre ellas se pueden encontrar, hay en el corpus de narraciones sobre Tristán e Iseo una parte llamada generalmente "versiones corte­ses"[9] que se asegura guarda semejanzas de fondo con las relaciones de Lanzaro­te y Ginebra.[10]
            Es posible que resultara una mera trampa o una salida fácil comparar los amores de Lanzarote y Ginebra con los de los amantes que presentan Béroul o Eilhart, aduciendo características que efecti­vamente se muestran en extremo ajenas a los modos de la cortesía y el fine amour, para mostrar cuan disímbolos son en efecto en ambas historias.[11] Pero, tal vez una comparación de los textos "cor­te­ses" con el epítome del amor cortés haga que la cues­tión sea un poco más compli­cada.[12]
 
            Del Tristan de Thomas conocemos solo aproximadamente la sexta parte del poema comple­to, el cual ha podido ser reconstruido gracias a las versiones derivadas de él: la de Gottfried von Strassburg, la Tristrams Saga y el Sir Tristem.[13] Existen indicios sufi­cientes para creer que el texto fue muy admirado en la corte de los Plantagê­net y que su autor, que se nombra a sí mismo en los versos 2134 y 3127 de su poema,[14] vivió ahí bajo el patronazgo de Enrique II, Elinor de Aquita­nia u otro miembro de su familia. Ha sido posible reconocer la influen­cia que el Brut de Wace ejerció sobre su estilo, y con base en esta filiación y las relaciones que el Cligés de Chrétien presen­ta con este poema, se ha especu­lado como fecha tentativa de su elaboración 1155‑1160, esto es, posterior al Brut y anterior al Cligés.
            Si consideramos como válidos los planteamientos de Gaston Paris acerca de que el origen del "amor cortés" está en el texto de Chrétien sobre Lanzarote y Ginebra y recordamos que es muy posible que aunque Chrétien de Troyes escribiera sus poemas entre 1150 y 1190, segura­mente Le chevalier à la charrette es poste­rior a Cligés; de ser verdad la datación del poema de Thomas resulta­ría evidente que, o bien su Tristan no podría mostrar un ejemplo de "amor cortés", por ser "anacrónico", o que las relaciones entre los amantes de Cornualles deberían ser las primeras que dentro del roman podrían considerarse dentro de ese paradigma que llamamos "amor cor­tés".
            En efecto, hay razones para considerar el amor de Tristán e Iseo como cortés, en el Tristan de Thomas el conflicto del fine amour y la fideli­dad del vasallo encuentra su más alto punto: los amantes se debaten entre el honor, el amor y la ley. Thomas crea la imagen del rey Marc, noble, doliente y generoso, que ama tanto a su esposa como a su sobrino y que sigue amándolos aun cuando los condena. La tragedia preexistente en los textos celtas, incluso si no se piensa en un arquetipo  se idealiza y profun­diza merced a la pintura sicológi­ca, en la que se ahonda en las dudas y debates del amor y la lealtad y que convierten la vida de los amantes y sus cónyuges en un continuo tormento. En la "ver­sión cortés" de Tristán e Iseo se hace la verdadera historia de "amor y muerte" de la que habla Denis de Rougemont,[15] en la que se exalta el amor‑pasión en su senti­do más elevado; una pasión a la vez trágica y que procede de la voluntad, simbolizada por el filtro, pero que sólo puede conducir a la muerte.

            Sin embargo, a pesar de ello, no se puede negar que el tema mismo del Tristán no se acomoda con facilidad a las reglas del amor cortés. Como señalara Jean Frappier: « Si la conception de l'amour irrésistible et tout-puissant se trouve en affinité avec la doctrine de la fine amor [...], une antinomie oppose l'amour-passion et l'amour fatal de Tristan et d'Iseut á l'idée courtoise d'une amour d'élection où ne s'annihi­lent pas raison et volonté ».[16]
         Por más que los autores corteses minimizan el efecto del filtro Godofredo de Estrasburgo marca el inicio del amor antes del tranc von minnen no pueden negar que es su fuerza la que empuja a los amantes a entregarse al amor y exponerse a los mayores peli­gros y vergüenzas. Y aunque el filtro simbolice la voluntad de los amantes de entregarse libremente, siempre perma­nece la noción de embriaguez y alienación relacionada con su amor. Condiciones ajenas por completo a las relaciones de Lanzarote y Ginebra, siempre cons­cientes de su juego de amor.
            En la historia de Tristán e Iseo pareciera que los valores que dominan el mundo cortés no dejan lugar para el derecho natural de ese eros violento e ilógico que domina la historia celta; es por ello que se ha dicho que la diferencia­ción entre las dos versio­nes de la historia se ha hecho a la ligera, ya que para los autores de la "versión común" esa pasión es locura, enfermedad y pecado; es decir, aceptan los preceptos del amor cortés y de la ética caballeresca como váli­dos; en oposición a los autores de la "versión cortés", defienden la voluntad de los amantes y propug­nan el derecho de ese amor que rebasa las normas corteses y que opone su verdad individual a la verdad social, rompiendo las escalas de valores presentando como válida una línea de conducta diferente.
            Por otra parte, entre las coincidencias que continuamente se señalan entre la historia de Tristán e Iseo y la de Lanzaro­te y Ginebra se ubica en primer lugar el carácte­r adúltero de sus relaciones rasgo primordial, siguiendo con las tesis de Gaston Paris, para considerarlas dentro del amor cortés,[17] pero ahí también podrían parar estas similitudes: el servicio de amor que Tristán otorga a Iseo no está dirigido a alcanzar una recompen­sa, ni el Tristán de Thomas ni el de Godofredo de Estras­burgo tienen hesitación alguna sobre la naturaleza del recibi­miento de Iseo. El caballero sabe que la reina lo necesita tanto como él a ella.
            Sabemos por textos posteriores a Le chevalier de la charrete que el amor entre Lanzarote y Ginebra es un prolongado camino en el que los pasos se dan sin apresuramiento, cumpliendo cada uno de los estadios que se requieren para demostrar la pericia en el arte de amar. En el roman de Chrétien, esta relación ya está establecida, es un hecho conocido, al contrario de los amantes de Cornua­lles, las dudas y conflictos emocio­nales de Ginebra o Lanzaro­te son apenas de carácter formal y se dirigen a la relación en sí, no a su característica de adulterio. Su amor es culpable, lo sabemos por la reac­ción de los demás, pero para ellos este hecho no plantea ningún obstáculo ni presenta proble­mas. Ellos, por elección libre y sin justificaciones mágicas, deciden compartir su lecho y, después, lavan su honor con la fuerza del brazo de Lanzarote la proeza al servicio del amor; Tristán e Iseo no pueden cubrir su falta de la misma manera, Tristán a pesar de su probado valor como caballero no puede ser el caballero de Iseo, los amantes no pueden escudarse en la fuerza y habilidad de Tristán que vendrían a ser la salida honorable ­deben recurrir al engaño y a la trampa. Sin embargo, no son los únicos: los episodios del descubrimiento público de los amantes podrían verse como parecidos: ambos se producen por la sangre que delata que el caballero, recién herido, se ha acercado a la dama. Pero es posible que el paralelo termine ahí: Tristán e Iseo son expuestos públicamente y sólo pueden salvarse mediante el jura­mento ambiguo de Iseo,[18] ya que a ellos les está vedado el combate de Tristán por su buen nombre. La acusación directa de la culpabilidad de Tristán y la incapacidad de algún caballero para sostener la acusación, la acción de Marc de convocar a cortes ante la imposibilidad de optar por ninguna solución digna. En el texto de Chrétien, Gine­bra es acusada de cometer adulte­rio con Keu, el senescal, así, la pelea que ofrece librar Lanza­rote por su buen nombre no sólo está justificada por las habili­dades de éste, sino por la verdad de una declaración igualmente engañosa: Lanzarote jura sobre unas reliquias que Keu jamás ha gozado de la reina y por eso luchará por su honor.[19] Este es un rasgo que podría ayudar para esta­ble­cer uno de estos parangones ambiguos entre ambas relacio­nes.
            Sin embargo, Lanzarote jamás se separa de su carácter de buen caballero, menos aún de su característica de caballero, pero Tristán parece no tener los mismos escrúpulos. A pesar de que pareciera obvio que en las versio­nes "corteses" el héroe no se rebaja a convertirse en un proscrito en el bosque de Morois (un auténtico salvaje que loco de amor por el filtro que lo une a Iseo que es capaz de permitir que Iseo comparta sus penalidades y la rapta para huir juntos)[20], no obsta su carácter de caballero cortés para que, deses­perado por no poder ver a su amiga, decida disfrazarse de loco y con su hermoso pelo rubio rapado, sucio y vestido de pieles se presente en la corte de Marc para represen­tar una comedia digna de cualquier fabliaux.[21]
            Sin embargo, ¿qué se necesita entonces para ser cortés?, ¿serían o no corteses los Tristanes de Thomas o de von Strass­burg? Pienso que no se puede aplicar un concepto rígido a obras vivas y diversas, que tan "cortés" es la relación de Lanzarote y Ginebra como la de Tristán e Iseo.[22] Como señalé antes, el ambiente cortesano y galante de la corte normanda hizo nacer cortés al roman, y reducir el concepto de Gaston Paris a las características que él señaló para una obra específica, puede resultar anquilosado.
            Para concluir, a pesar de las diferencia sustanciales que puedan presentarse entre los amores de Lanzarote y Ginebra de tema novedoso y sens dictado por un momento específico, con­side­rados desde todo punto de vista y sin dudas como "amor cortés", y los de Tristán e Iseo, fruto de una largo y muchas veces intrincado camino de continuas refundiciones en distintas direcciones, no puede soslayarse que esta historia encontró en Thomas de Inglaterra la ruta para hacerse cortés.
            Pocos autores estuvieron tan conscientes de las modas y de los problemas que planteaba la nueva forma de "hacer la corte" como Thomas. Si Thomas no consiguió un roman de alegría y juego posiblemente fue porque la materia tristaniana, en este momento, aún no se fundía con la artúrica llena ya de ligereza y aventura y sobre ella pesaba la sombra de la tragedia celta; sin embargo, Thomas construyó sobre esa estructu­ra un sentido diferente que otorgaba a los personajes un carácter totalmente nuevo: el de amantes corteses. De alguna manera, la materia tristaniana, tan ajena en esencia a los presupuestos del amor cortés, se adaptó a esta nueva moda fuera por el camino de hacer simbólico el efecto del filtro o por los refinamientos que insufló en sus personajes e influyó, incluso más que Le chevalier de la Charrete, en la difusión de las maneras corteses de enamorar.




     [1] Véase "Etudes sur les romans de la Table ronde. Lancelot du Lac. II. Le conte de la Charrete", Romania (Paris), 12 (1883), 419-534.
     [2] Ibid., p. 517.
     [3] Este es uno de los puntos más debatidos cuando se usa el concepto de "amor cortés". En realidad, parece probable que esta cuestión fue influencia provenzal, pero defendida en los contex­tos de lengua de oïl a excepción de la corte champañesa de Enrique I, el liberal, esposo de Marie, hija mayor de Aelinor de Aquita­nia, y en contadas ocasiones en la anglo-normanda de Enrique II Plantagênet, y en el caso específico del Chevalier de la Charrete, amén de ser un tema sugerido ya con su sentido por la propia Marie de Champa­ña, la defensa del amor adúltero es una excepción dentro de la obra de Chrétien.
     [4] No sólo se trata de la relación de vasallaje que existe entre Lanzarote y Arturo, esposo de su señora, sino que la reina es y se comporta como auténtica "señor" del caballero, de manera tal que basta una orden suya para que el caba­llero casi se deje matar para demostrar sumisión a sus de­seos.
     [5] En realidad, como lo señala Paris, gran parte de estas actitudes femeninas son parte del juego de amor que exige el honor y la fama del caballero para que sea digno del don de amor. Las exigencias de Ginebra no sólo sirven para demostrar su poder absoluto sobre Lanzarote, sino que lo impulsan a mostrarse aún más valiente y atrevido, y a perfeccionar su cortesía.
     [6] Efectivamente, puede decirse que Le chevalier à la cha­rrette tuvo gran éxito y popularizó dentro del roman el fin amour, pero no es posible descuidar que las primeras manifesta­ciones narrativas de este nuevo arte de amar pertenecen a romans de materia de Roma como el Eneas o el Roman de Thèbes. En reali­dad, el roman, nacido en la corte anglo-normanda de los Planta­gent, nació cortés; su evolución y el desarrollo de los distintos conceptos que ya aparecen en los romans de materia antigua se dan en los de materia de Bretaña, pero continúa sobre caminos ya trazados. Véase mi trabajo “Entre la historia y la ficción. Las materias narrativas medievales”, Fuentes humanísticas 14.25-26 (2002-2003), pp. 73-83.
     [7] Por otra parte, los textos medievales prefieren fin'amour. Sólo Peire de Alverna usó una expresión semejante a amor cortés: cortez'amors. Estamos, pues, ante un calificativo moderno por más que sea centena­rio, no medieval.
     [8] De la misma manera que en los primeros documentos de materia artúrica no se menciona a Tristán de Leonís sino en contadas ocasiones o en alusiones más o menos veladas, en los prime­ros textos sobre Tristán e Iseo el mundo artúrico apenas aparece y el tristaniano es una estruc­tura cerrada y autónoma. Sin embargo, en el Tristán en prosa o en la Post Vulgata no sólo se encuentran en contacto ambos mundos sino que la materia trista­niana se encuen­tra equipa­rada y "modernizada" totalmen­te con la artúrica, de tal manera que es casi imposi­ble encontrar diferen­cias esenciales entre el Tristán de la prosa y Lanzarote u otro caballero artu­riano. Aun más, en los textos derivados del Roman de Tristan en prosa, Lanzarote deviene en el mejor amigo de Tristán, el único que reconoce como su par y al que acude para soco­rrerlo o solicitar su ayuda. Por su parte, en los textos en prosa, Ginebra e Iseo se transfor­man en grandes amigas, se aconsejan mutuamente sobre sus amigos e incluso hacen compe­tencias entre sí para decidir cuál de ellos es el más bello o el más valiente.
     [9] Es tradicional dividir los Tristanes en dos grandes grupos que se han llamado "versión común" y "versión cortés". A la llamada "versión común", o "versión de juglares", pertenecen los manuscri­tos de Béroul y Eilhart, la Folie de Berna, los episodios que aparecen en Le donnei des amants, y se ha dicho que los textos derivados del roman en prosa. Por su parte, la "versión cortés" de la histo­ria se encuentra representada por el texto de Thomas y los que derivan de él: la Tristrams Saga noruega, el Tristan und Isolt de Gottfried von Strassburg, la Folie de Oxford y el Sir Tristem.
     [10] En este momento prefiero no entrar en discusiones sobre la pertinencia de considerar corteses los textos normalmente llama­dos "comunes" basándose en los conceptos de amor-pasión y amor fatal. Existe una vigorosa discusión sobre el tema a raíz de los cuestio­namientos que a las ideas de Bédier expresa­das sobre todo en su edición del poema de Tho­mas han hecho especia­listas general­mente seducidos por el "encanto céltico" de la leyen­da" como Anthime Fou­rrier (Le courant réaliste dans le roman courtois en France du Moyen‑A­ge. I. Les de­buts (XIIe siè­cle), Nizet Edi­teur, Pa­ris, 1960), Pierre Le Gentil ("La lègende de Tristan vue par Béroul et Thomas, Essai d'interpreta­tion", Romance Philology, VII (1953-1954), pp. 111-129) o Pierre Jonin (Les personnages fémi­nins dans les romans de Tristan au XIIe siècle: Etude des in­fluences contemporai­nes, Gap, Ophrys, Aix, 1958); aunque hay una amplia bibliogra­fía al respec­to. Un buen resumen de la cuestión puede leerse en el artículo de Jean Frappier "Structure et sens du Tristan: version commu­ne, version courtoise", Cahiers de la Civilisation Mediéval, VI (1963), pp. 225‑280 y 441‑454. Para mí, tanto el amor-pasión como el amor-fatal pueden ser parte del fin'amour, depende de su tratamiento y entorno, el problema puede residir en el hecho que los amantes (de hecho la mayor parte de los personajes) de la versión común no son tan corteses como para poder considerarse “amor cortés”.
     [11] Considero que en ningún texto de la versión "común" de Tristán e Iseo existe la concordancia esencial del caballero, es decir, amor y caballe­ría. El Tristán amante es o bien un proscrito en el Morois, un rebelde retirado de la vida caballe­resca, o no es un caballero y debe ocultar su identidad bajo un disfraz. El Tristán caballero, leal y cortés, no puede cumplir el papel de amador, sus acciones implican el abandono de los ideales de la caballe­ría, son la negación de la ética cortés en la cual el amor es el motor de la proeza caballeresca. En estos textos la pasión de Tristán e Iseo es un desafío a las leyes del mundo cortés, la muerte de los protago­nistas parece una victoria de ese mundo sobre el amor anarquista; pero con el surgimiento, sobre sus tumbas, de las plantas que perpetúan la imagen del abrazo de los amantes, se convierte en un símbolo del poder del amor.
     [12] Prefiero limitarme a los textos en verso: los Tristanes de Thomas y Godofredo de Estrasburgo, por un lado, y el Caballero de la carreta, por el otro, ya que como marqué arriba, en las novelas en prosa ambas historias han sufrido una evolución que las equipara y no permite un análisis adecuado. Por otra parte, los textos corteses del Tristán son los que mayor autonomía tienen con respecto al mundo artúrico y reelaboran muchos de los sentidos de la obra.
     [13] Thomas, Le roman de Tristan, poème du XIIe siècle, ed. Joseph Bédier, Firmin Didot, Paris, 1902‑1905. El primer tomo es el texto, y el segundo, el estudio de Bédier.
     [14] Thomas, Tristan et Iseut, en: Les Tristan en vers: Tristan de Béroul, Tristan de Thomas; Folie Tristan de Berna; Folie Tris­tan de Oxford; Chèvrefuille de Marie de France. Edi­tion nouvelle comprenant texte, traduction, notas critiques, biblio­graphie et notes par Jean Charles Payen, Garnier Frè­res, Paris, 1974, pp. 211 y 328.
     [15] Amor y Occidente, Leyenda, México, 1945.
     [16] "Vues sur les conceptions courtoises dans les littératu­res d'oc et d'oïl au XIIe siècle", en su libro Amour courtois et Table Ronde, Droz, Genève, 1973, pp. 17-18.
     [17] Y aquí debe apuntarse, como ya lo hice arriba, que esta caracte­rística en el propio Chrétien es prácticamente exclusiva de Le chevalier à la Charrete y que muy posiblemente se deba al influjo ejercido en él y en Andrés el Capellán por la moda amatoria de la corte de Marie de Champagne, quien declara­ba enfáticamente que el amor entre cónyuges era imposible y que era necesaria la inseguridad del amante ante la amada para el buen funcionamiento de una relación.
     [18] Cf. G. von Strassburg, Tristán e Isolda, ed. Bernd Dietz, Editora Nacional, Madrid, 1982, pp. 291-302.
     [19] Cf. Chrétien de Troyes: El caballero de la carreta, ed. Luis Alberto de Cuenca y Carlos García Gual, Alianza, Madrid, 1983, pp. 94-102.
     [20] Véase mi artículo "El loco salvaje de la literatura artúrica", Anuario de Letras Modernas, 5 (1991-1992), pp. 11-23.
     [21] La Folie Tristan de Oxford, considerada desde siempre como uno de los más refinados textos de la "versión cortés", narra con detalle no sólo el disfraz de Tristán sino las humilla­ciones que soporta para entrar en la corte y las alusiones, en ocasiones lindantes con lo soez, a la relación que mantiene con la esposa del rey Marc.
     [22] Podría yo referir tan sólo que se revisaran los compli­cados razonamientos de amor que plantea Tristán cuando su matri­monio con Iseo de las Blancas Manos o a la actitud de Iseo cuando arranca el cascabel de Petit-creui para que nada distraiga su pena de amor. Cf. Thomas, op. cit., pp. 178-181 y G. von Strass­burg, op. cit., pp. 311-312.